Cuando sentí temblar bajo mis pies
Jaqueline Balcázar
Recuerdo como si fuera ayer, después de un hermoso paseo –donde participó todo el equipo educativo, padres y apoderados del Jardín Infantil “El Canelo”– en al Parque Pedro de Valdivia, en La Serena, cuyo motivo de celebración fue el “Día de la Familia”. Ese día amaneció muy hermoso, soleado con una leve brisa marina, las horas pasaron entre risas de niños y padres. Con nuestras compañeras compartimos en cada nivel, riéndonos y comiendo una rica colación, todo era perfecto y pasaron las horas, transformándose en un agradable atardecer.
Estaba muy cansada y en realidad no quería moverme de casa, mi corazón presentía algo, no sabría cómo explicarlo: ¿Intuición? ¿Premonición? No lo sé, pero algo me decía que no debía dejar a mis hijos solos ese día.
Mi cuñada Mery me había invitado para que la acompañara a la casa de mi suegra, pero había pasado todo el día afuera, así que le señale que no, que prefería quedarme en casa. Desde su ventana vimos el mar, estaba muy tranquilo y las olas que otras veces azotaban las rocas con fuerza, esta vez las dominaba una calma que llamaba a la preocupación.
Bajé a la casa de mi hermano junto a mi hija, recordé que al salir del jardín en la micro que nos llevaba al paseo, un apoderado señaló que el mar estaba muy bajo y con mucha quietud. Esto lo estábamos conversando con mi cuñada y mi hermano, cuando siento un ligero vaivén bajo mis pies, no puedo olvidar ese instante donde empezó un ruido ensordecedor y ese movimiento suave del inicio, se volvió cada vez más violento, intensificándose a tal punto que no nos permitía mantenernos en pie.
Comencé a gritar, los niños estaban solos en casa y no habían vivido ningún terremoto aún. Mi querido hermano salió corriendo para ver a mis hijos, yo salí detrás de él. Aún bajo nuestros pies se sentía el movimiento de la tierra, que no paraba, todo se movía de un lado para el otro. Los celulares empezaron de forma inmediata a sonar al unísono, era la alarma de evacuación y una alerta de tsunami.
Lo estaba viviendo de nuevo, este era el tercer gran terremoto que volvía a experimentar en mi vida y, de nuevo, mi hermanito estaba al lado mío, esas cosas de la vida.
Las alarmas no dejaban de sonar, una tras otra se repetían. Seguía temblando y la réplica se sintió más fuerte que el primer remezón, las vecinas gritando y los postes estallando, las comunicaciones cortadas. Todos señalaban que las olas ya venían.
Al escuchar las noticias y con las réplicas a cada
instante, mi corazón se aceleraba cada vez más, me preguntaba
qué hubiese pasado si hubiéramos ido a la pampilla, nunca se
termina de estar preparado ante tanta catástrofe y dolor.
La tarde se volvió noche, y luego dio nuevamente paso a los rayos del día. Con mi esposo bajamos al centro porque no habíamos alcanzado a comprar nada para celebrar las fiestas. ¿Qué fiestas íbamos a celebrar? Cuando vimos tanta destrucción y dolor de aquellas personas que lo habían perdido todo. Casas anegadas, barcos en medio de la calle, vehículos llevados por las aguas.
A las 19:54 (hora local), ese día miércoles 16 de septiembre del 2015, este gran estruendo que movió la tierra, era un terremoto que alcanzo 8,4 en la escala de Richter, cuya duración fue de tres minutos. Para mí fue una eternidad.
Las noticias señalaron que fue a una profundidad de 23,3 Km. y su epicentro se ubicó al noroeste de los Vilos, cerca de la comuna de Canela, en la Región de Coquimbo.
El evento fue de tal magnitud, que se percibió hasta la Región de Atacama por el norte, hasta la Región de la Araucanía por el sur. También en países como Argentina, Uruguay, Brasil y Paraguay. Fueron 21 fallecidos. Se decretó de forma inmediata alerta de tsunami para todo el borde costero, esta alerta se extendió hasta las costas del Océano Pacifico, los cuales incluyó los países de Perú, Ecuador, Nueva Zelanda y Australia.
Solo una cosa puedo señalar de ese día, siempre quedó grabado a fuego en mi retina ese atardecer y el mar calmo. Y como corazonada o premonición, Dios en su infinito amor nos resguardó del temblor bajo nuestros pies.
La tarde se volvió noche, y luego dio nuevamente paso a los rayos del día. Con mi esposo bajamos al centro porque no habíamos alcanzado a comprar nada para celebrar las fiestas. ¿Qué fiestas íbamos a celebrar? Cuando vimos tanta destrucción y dolor de aquellas personas que lo habían perdido todo. Casas anegadas, barcos en medio de la calle, vehículos llevados por las aguas.
A las 19:54 (hora local), ese día miércoles 16 de septiembre del 2015, este gran estruendo que movió la tierra, era un terremoto que alcanzo 8,4 en la escala de Richter, cuya duración fue de tres minutos. Para mí fue una eternidad.
Las noticias señalaron que fue a una profundidad de 23,3 Km. y su epicentro se ubicó al noroeste de los Vilos, cerca de la comuna de Canela, en la Región de Coquimbo.
El evento fue de tal magnitud, que se percibió hasta la Región de Atacama por el norte, hasta la Región de la Araucanía por el sur. También en países como Argentina, Uruguay, Brasil y Paraguay. Fueron 21 fallecidos. Se decretó de forma inmediata alerta de tsunami para todo el borde costero, esta alerta se extendió hasta las costas del Océano Pacifico, los cuales incluyó los países de Perú, Ecuador, Nueva Zelanda y Australia.
Solo una cosa puedo señalar de ese día, siempre quedó grabado a fuego en mi retina ese atardecer y el mar calmo. Y como corazonada o premonición, Dios en su infinito amor nos resguardó del temblor bajo nuestros pies.