La codicia se lustra con cera 


Por Tamara Silva  

“Apréndete de memoria esta dirección: Caupolicán con Pedro Aguirre Cerda, número 102, casa esquina”, para que sepas cómo llegar a la casa. Era la frase que repetía la tía abuela a su sobrina, persistencia que huele a amenaza, pero la niña piensa más en la fuga que en el reencuentro. 

Un par de ancianos, que por vientre son hermanos, habitando la casa del patriarca que construye su hogar en El Llano de Coquimbo; la casa que se hereda, la casa que es agonía, codicia y muerte. Un hombre cuya decencia se desvanece en óleo de sus cuadros paisajistas, donde la sobrina marcaba los dedos cuando la pintura seguía fresca. Sabotaje dirían algunos, rencor podría ser, justicia diría la niña. 

Él reclamaba los espacios con impotencia, rodeando las habitaciones con pinceles, madera y unos cuantos cachureos más, pero su presencia era fugaz y su aporte monetario también. La mujer infértil que se aferra a sus sobrinos con engaños, manipulación y embelecos, disfrazados de caricias y los nombres en diminutivo: “Victurín mira, te traje un chocolate, tu mamá no te da estas cosas porque no te quiere”. Palabras que le pesarán a la niña cuando llegue su madurez, palabras que alimentan la fuga pronta, que marcan la distancia de la casa, de la tía abuela y la relación con su madre. 

En las paredes amarillas y las ventanas plegables de madera, retumban los gritos y una canción en la radio: “Ay amor divino, pronto tienes que volver, a mí”, al unísono… 

—¿Dónde está la plata que mandó mi hermana de Suecia, ya te la gastaste huevón? 

—Es que no me van a creer, cuando fui a pagar la luz al centro, me asaltaron entre cuatro. 

—¡Déjate de mentir mierda!, te fuiste a las 10 de la mañana, ya son las 12 de la noche, ¿Qué chucha hiciste con la plata? 

—A mí no me vengas a levantar la voz si no quieres que te aforre.

—¡Pégame!, a ver si te atreves, viejo maricón, ¡Pégame y llamó a los pacos! 

La mano se levanta como machete, pero los pies se mueven ágiles al portazo y el pestillo… 

—¡Te voy a echar la puerta abajo a patadas! 

—¡Déjate de hacer escándalo por la cresta! ¡Qué van a decir los vecinos! 

—Para que vean los vecinos la mierda de persona que eres, por culpa tuya vamos a estar otro mes sin luz. Claro, como tú no pones ni un peso, compras comida solo para ti y te mandas a cambiar cuando quieres, te da lo mismo si hay luz, agua, gas o si me muero de hambre en esta casa. 

Era cotidiano, era parte de la casa, como un mueble de roble negro o las tablas de madera del suelo enceradas y pulidas con esmero. Las palabras plata y dinero descansaban en los rincones, en las baldosas de la entrada principal, en los closets que guardan reliquias robadas, algunas adquiridas y otras por caridad, ropa o juguetes de la vecina de al frente, cuya adolescencia no le permite atesorar la niñez, pero que la sobrina nieta recibe con ilusión. 


Las noticias televisivas se enmarcan en la contingencia nacional, la realeza que castiga al noble, al pobre y al anciano, la corona como condena determinada culpable de un crimen que nunca se cometió, pues una vez más, el  COVID-19 era la cortina de humo que desvía la mirada de la escena principal. 

La muerte llega de traje y sombrero de copa, es anfitriona en la casa esquina, donde los cuerpos descansan en la madera lustrada, adosados al marco de la puerta en cada habitación. Los hermanos invitan a los residentes a la morada, con el aroma putrefacto que la vecina del frente percibe como gas, despertando la incertidumbre y alertando a las autoridades de la tragedia sospechosa que reúne a los ojos morbosos, que reúne a la familia segmentada y que busca reencontrar a la sobrina nieta, cuya fuga resulta cargada de remordimiento. 

La vecina que alerta, que habla con los medios televisivos con el discurso moral y el deber social, que acusa a la madre de las niñas de abandono, que acusa a las sobrinas nietas de malagradecidas, que escupe y salpica. Pero no recuerda, la vecina copuchenta que arrodillaba a la anciana frente a las rosas, con la tarea de quitar la tierra de las hojas con un trozo de tela, a cambio de unos cuantos pesos para la cajetilla de cigarrillos diaria; “me voy a fumar un pucho aquí en la ventana, para que no entre tanto el humo” decía todas las noches la tía abuela a la niña. 

Las redes sociales hacen lo suyo y prostituyen la noticia decorándola con lástima: “Pareja de abuelitos fallecidos al interior de su casa” era el encabezado y al pie de página la cajita de comentarios abierta para dar espacio a la opinión social… 

“…los mató la desigualdad, este gobierno que no tiene consideración con la tercera edad”.

“…el Coronavirus no tiene piedad con la población más vulnerable, QEPD”. 

“…esos abuelitos se murieron de hambre, como puede ser posible que su familia los abandone, ellos también van a llegar a viejos”. 

“…fue una fuga de gas, aprendan a leer, si estaban los bomberos afuera, se les tiene que haber olvidado cerrar bien las llaves de la cocina, que pena”. 

La sobrina nieta, ahora con la edad de una mujer, se ahoga en el cúmulo de ira y tristeza, la noticia la remonta a la casa esquina solo en memoria, la eterna fuga no le permite más que recordar sin poder acercarse en presencia a la vivienda, esa fuga se materializa en cigarro y el gas inflamable como llama que lo enciende: “Me fumo un pucho en tu nombre”, dijo la sobrina nieta, con el humo que se ahoga en lágrimas forzadas y la duda de un cariño que nunca le correspondió.
Revista Larus
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