Nicanor, el muerto



Por Diana Guerscovich 2023


Entre sus sombras brotaba luz, pero eso era imposible según Tita. “No hay sombra sin luz, las sombras no proyectan luz, sino su ausencia”, solía repetirle a Nicanor, aunque este, a pesar de lo que le dijeran, una y otra vez como cantinela, llevaba días viéndola así, toda moteada por el sol y las luces de los faros. Una sombra desombrada. Así empezó a preguntar, no solo a Tita por ser la curandera del barrio, sino a cada quien que se cruzara. “¿Tu sombra también está colada por balas?”. Risas, insultos, dichos tales como “no por mucho madrugar se amanece más temprano” y “el sol es el poncho de los pobres” que, sin ton ni son, recreaban un intento de respuesta a esa pregunta hecha y rehecha hasta ese final que pocos podían vislumbrar.

¿Balas que cuelan el alma? ¿El alma es sombra? ¿Se puede colar lo que no se proyecta? ¿Existe la sombra? ¿Mi sombra? Hasta el final metafísico: ¿existo? Mil millones de preguntas, en un derrotero interminable, de una respuesta que se dilataba en la espera. Nicanor se sentía un muerto destumbado, coronado por el pueblo como bufón sin ser carnaval. “Loco no estoy”, repetía a todos, pero quién quiere escuchar a quien pregunta por una sombra vejada. Nadie, nadie oyó más su afirmación y lo tildaron, así no más, de loco. Vino el médico, seguido de dos camisas blancas, miles de pastillas y violencia. Nicanor no supo qué hacer, encadenado, entre dopamina, enfermeras y reales lazos-grilletes, dejó de hablar. Se comió su voz para sobrevivir.

“¿Qué ves Nicanor? Vamos, antes te gustaba esta prueba”, y así semana tras semana, uno, dos, tres, cuatro e incontables test de Rorschach dieron cuenta de la decisión firme que había tomado: no hablar para sordos.

Yo sé, yo sé que mi sombra se desombra. La veo y la siento desintegrarse. Siento y veo el frío del no-sol que balea el viento.


Estas, antedichas palabras nicanoras, son hoy el epitafio que acompaña a los nuevos ñudos, los desombrados. Porque, como puede pensarse, Nicanor murió. Demasiado pronto según Tita, “si apenas dos semanas atrás su sombra era una sola y enterita”; demasiado rápido según el médico, aquel que le diagnosticó una salud física y mental envidiables. Mucho comentaron. Más olvidaron.  
“A Nicanor lo mató la luz”, dijo una pequeña, años después y sin haberlo conocido. Lo había visto unas tres veces antes de su enfermedad, y aun así, solo ella, una pequeña de poco más de cinco años, supo dar la verdadera respuesta a la muerte de este hombre sano. Porque lo que nadie dice, para no caer en manos de los mismos camisas blancas que se lo llevaron a él, es que el cuerpo de  Nicanor se desvaneció, se desombró para hacerse luz.

Sí, las balas de luz lo volvieron aire. Sí, las balas eran reales…, y nadie supo anticiparlas, y nadie supo cerrar sus heridas, y nadie supo escuchar el dolor parlante. Nadie se volvió Nicanor, hasta que una niña, de no más de cinco años, un día dijo a su padre:

‒A Nicanor lo mató la luz

‒¿Por qué decís eso?, ¿quién te metió esa idea en la cabecita?‒ a pesar del tono un tanto preocupado, él no le prestó la real atención que merecía tal confesión. La mirada seria y el tono apremiante no son suficientes cuando salen de un cuerpo pequeño. O de Nicanor.

‒Nadie, lo sé porque me está matando a mí también. Mi sombra está flotando lejos y esto pasa porque… ‒ buscó una manera, alguna forma de poder decirle a su padre sin preocuparlo tanto.

‒¿Por qué, hija? No estás muriendo, no digas esas cosas ‒como si se tratara de una simple y molesta mosca, descartó la charla con un suave movimiento de la mano derecha.

‒Mañana no seré más cuerpo sin sombra, solo burbujas en tu recuerdo. ‒Esa noche jugó y jugó y jugó, abrazó a su perro, llenó de besos a sus gatitos, se vistió con sus ropas favoritas. De cierta manera, completó un ritual propio de despedida, y al final, simplemente, se acostó a contemplar el contraste haciéndose cada vez más evidente.

Al otro día, la niña, al igual que Nicanor, había desaparecido. Tuvo que suceder así, repetirse la historia para que los desombrados dejaran de ser silenciados. Cantan cuando la Luna se oculta, todavía puede oírseles bien.



Gracias, gracias a la voz que nos proyectan,

son sus balas nuestros mantos,

nuestras nuevas sombras.

Gracias a la noche y a los desombrados.  











Diana Guerscovich: Nació en Gualeguay, Entre Ríos, estudió Letras en Rosario, Sta. Fe. Es docente y casi licenciada en Literaturas Anglogermánicas. Pasa sus días entre libros, amistades, su gata Mimos y el café frente al trabajo (correcciones literarias o académicas, talleres de lecto-escritura, Surco Poético –duo performático de poesía– y demás cuestiones del día a día).

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